Ruidos en las habitaciones de hotel. Comienzo a sentir ruidos en las habitaciones de hotel, donde me quedo de punta a punta de los Estados Unidos.
En Cuba jamás fui víctima de la paranoia patria, sólo sentía la certeza de ser espiado con una crueldad criminal. Milimétrica, matarife. Lo siento por el castrismo: no consiguió sembrar en mí el síndrome de la sospecha.
Pero en Philadelphia, por ejemplo, o en Washington DC, en LA, en Miami, en La Crosse, en Madison, en Chicago, en Boston y quién sabe en qué otra ciudad de la unión, aquí es muy diferente. Hay hoteles, esos laberintos que en Cuba son una rareza en términos de civilitud. Y en los hoteles se oyen cosas de madrugadas. Sonidos, susurros. Y un frío cósmico se te mete en el alma y sólo entonces entiendes que tú no existes aquí.
A mitad de madrugada siempre me despiertan unos toques desaforados en la puerta de mi habitación. O no. Tal vez sean en el cuarto del frente, quién sabe. Lo cierto es que espero y espero, pero no se repite la agresión. Hasta el día siguiente, de madrugada, a cualquier hora después de la medianoche muda.
Arrastran carritos de limpieza a deshora. Raspan el parquet o las paredes de cartón que conforman cada edificio Made in USA. Pisan fuerte. Hablan en una lengua de acento desconocido que en La Habana hubiera interpretado como el inglés. Hay lucecitas permanentes que entran por las cortinas o caen desde el falso techo con la forma de un mar de alarmas que nunca cesan. Y entonces comienzan mis sueños. Mis sueños norteamericanos. Sueños norteamericanos con Cuba, se sobreentiende.
A estas alturas de la historia, soñar con Cuba es un puro instinto de conservación. Sueño que estoy de vuelta, por supuesto. Y río, río como un desquiciado.
Río de que los asesinos a sueldo del poder no me arrestaron ni revisaron mis cosas con morbo de violadores en la aduana aeroportuaria. Veo las cosas como muy pequeñas, desvencijadas pero con un brillo demencial, de drogadicto. Veo las casas de mi ciudad que reconozco con los ojos cerrados. Veo mi casita de tablas de toda la vida, donde nací y morí varias veces en Lawton, y veo mis objetos sagrados de los que apenas me despedí, y entonces alguien me dice (casi siempre alguien que quise mucho pero ya no): “¿cuándo viras a los Estados Unidos?”
“Nunca”, les respondo, y de pronto me falta el aire en el sueño e invariablemente en este punto me despierto llorando. Con pucheros. Un llanto de bebé, de enfermo mental.
Volver.
Cuba.
Nunca.
Los Estados Unidos.
La agonía del pez peleador. Las branquias abiertas de par en par, como espadas. El oxígeno de una atmósfera que nunca será la mía. No tener suelo bajo los sueños. Estar sin ser. Orlando, Orlando, ¿por qué nos has abandonado…?
Abro los ojos. Todavía no amanece. Quiero olvidar. Me duele la sien. Hay ruidos raros en las habitaciones a mi alrededor. Estoy solo. Desolado.
Si un día salgo a caminar, si nieva y me pierdo borrando las pisadas, ¿quién preguntará y cuándo por mí? ¿Quién me cuida, quién me extraña? ¿Quién se dolerá por los míos sin un día malo la muerte militar de mi país me alcanza por resolución para que yo no viva la vida después de Fidel?
Me viro del otro lado de la cama. Duermo desnudo. Me acurruco bajo las colchas y sábanas con que los hoteles norteamericanos me proveen de una punta a otra de la nación. Las camas son aquí frías. Más que excitantes, son la pura erección. No me resisto a mí.
Tampoco tengo ahora sueño, pero me rindo enseguida. Boqueo, debo de estar exhausto. Cabeceo. Yo mismo emito los sonidos y susurros que van a llegar de incógnitos hasta la otra habitación. Paro. No me paro. Es tibio y tierno, como la luz honda de los cielos del norte. Como las sonrisas de las adolescentes que despachan platos insípidos en una cafetería mientras completan su PhD. Trago aire. Lo tranco. Me atraganto. No estoy aquí.
Pienso en coleccionar todos los sueños cubanos de exilio. No están aquí.
Estoy dormido, estamos dormidos. Pronto está por amanecer.
Orlando Luis Pardo Lazo
Pittsburgh