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Venganzas del hambre

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Hambre

El sol hace huir de sus propias sombras a las palomas que merodean por la terraza del restaurante. Creí por un momento que vendrían a comer migajas dispersas entre mis pies, pero no es así: todavía no he empezado a cortar las rebanadas del pan que me ha puesto el camarero para darme tiempo de elegir qué voy a almorzar.

La carta es extensa y con complicados títulos de platos que muchas veces —los estudiantes de mis cursos lo saben— debo traducir al francés: única solución si quiero poder imaginarlos con todos sus aromas ante mí. Al volver a pasarlos al castellano comprendo que algunos platos son los que mencionaba mi madre durante mi infancia. Mi madre, cocinera durante año de un asilo de monjas españolas en Marianao, que se derrumbó de tanta ruina a fines de siglo.

He comenzado a beber una sangría con hielo y hojeo el periódico El País con mis lentes de lectura, a pesar de que preferiría ajustarme unas gafas oscuras de tanto resplandor. En París esta primavera hasta hemos tenido nieve. Sigo con la vista a grupos de turistas y de endomingados sevillanos que parecen saltar de regocijo entre las plantas del jardín de Catalina de Ribera, por este contundente primer día de legítima primavera.

Temeroso de los efectos de la luz sobre mis ojos, leo varias veces el titular del artículo del periódico para creérmelo. Busco un poco de contención ahora para ser lo más fiel posible a la versión del diario, dice: los rigores que impuso el Período Especial a los cubanos en los años 90, son un modelo a seguir —según reputados científicos— para evitar la obesidad e innumerable cantidad de enfermedades. Las cifras, los gráficos, los cálculos y los argumentos no faltan para convencer al lector que suspenda sus comodidades y se imponga una dieta de mendigo.

¿Quiere decir que es conveniente el hambre?, me pregunto. Y me molesta mi absurda perplejidad porque viví esos años 90 en Cuba, y no va ser un intelectual de laboratorio quien va a venir a convencerme de la utilidad de aquella desesperación.

El camarero vuelve para que pase mi pedido. Dudo. Le pido boquerones fritos como entrada. ¿Qué me recomienda usted como segundo plato?, le pregunto. Me expone una lista y le interrumpo. Me acuerdo de mis dos amigas gallegas de París (Beatriz y Eva), porque he visto un plato en la lista: Pulpo a la gallega, y nunca lo he probado.

(Con el tiempo he ido degustando los platos que antes sólo había visto en las películas, o en elementales libros de enseñanza del español para extranjeros).

Bebiendo a lentos sorbos la sangría helada trato de leer el estudio del British Medical Journal que comenta El País. Se dice que los cubanos en los noventas consumíamos menos calorías que las de otros países occidentales, y por falta de transporte hicimos mucha actividad física. Todo esto provocó que las personas perdieran peso y se redujeran la diabetes y las enfermedades cardiovasculares. Nos ayudó el hambre, la falta de electricidad y de transporte, nos advierten estos masoquistas.

(Por un momento me veo de nuevo escalando en agosto la loma del río Almendares, casi parado por el esfuerzo sobre mi bicicleta china, mientras maldigo con rabia esas torturas cotidianas que, sin saberlo, me libraban del riesgo de infartos y de obesidades).

Widel-Jarlsberg, el narrador de la novela Hambre de Knut Hamsum, cuenta en un pasaje el contraste entre la esplendidez del sol una tarde de verano en Cristianía y los retorcijones de hambre de su estómago. Se entiende: el sol en Oslo debe ser como la nieve en La Habana, pero tener la barriga vacía provoca los mismos efectos en cualquier geografía. Muchas veces en Cuba recordé bajo un sol abrasador este pasaje, y me arrepentí de haberlo leído pasando el Almendares en bicicleta.

El camarero me ha traído los boquerones y lo acompaño (ahora sí) con rebanadas de un pan que se moja de aceite de oliva. A pesar de esto no vienen a mis pies las palomas que ya imagino calcinadas. Parecen mansas esas palomas soleadas. En la Cuba de los noventas (de la cual hablan esos sajones eruditos) no hubieran sobrevivido a unas buenas pedradas y a un caldero, como ocurrió con miles de gatos de La Habana.

Las parejas han venido esta tarde a festejar la víspera de la Feria anual de la ciudad, y sonrientes beben cerveza bajo los parasoles de color blanco roto. Las veo pasar, a las muchachas, de dos en dos o en breves grupos, siempre bronceadas y con una pulcritud que imagino poseída por ese olor a azahar que viene de los jardines acompañado de algún que otro soplo de brisa.

Cuando me preguntan por qué me fui de Cuba casi siempre respondo que por la falta de almuerzos. Me digo que un país debe evaluarse por la posible calidad de sus almuerzos. Y me doy cuenta que este almuerzo en Sevilla ocupa hoy en realidad el lugar del desayuno.

Esta madrugada he vagado con un mapa hasta el amanecer y me he ido después a dormir al hotel. Atravesé varias veces ese jardín de enfrente, seguí por callejuelas empinadas del barrio de Santa Cruz, y el recuerdo de las luces de la catedral, las sombras de palmeras y los muros del Alcázar, me permiten imaginar el perfume de las muchachas que pasan sonrientes a mi lado.

Casi sin darme cuenta retomo la lectura del artículo sobre las virtudes del hambre cubana. Veo que nada dicen estos genios de las consecuencias que trajo para muchos de nosotros la carencia de vitaminas, de productos lácteos, incluso de las frutas inexplicablemente desaparecidas por la pésima administración de la agricultura. De la polineuritis que ante el asombro de todos dejaba inválida a personas hasta entonces normales. Mucho menos de la falta de higiene, de agua, y los desequilibrios que aún nos dura cuando se interrumpe la electricidad sin previo aviso.

Me sirven el pulpo a la gallega en su típico plato de madera. Cierro los ojos y para que no me tomen por un loco, me pongo las gafas de sol. Trato de responderme si he comido pulpo en Cuba, y sólo recuerdo unos estupendos probados en Siracusa hace dos años. Compruebo al terminar que sigue intacto el sol radiante, que en Francia (dice el periódico) hay todavía lugares con nieve, y que me quedan aún unos días de viaje por Andalucía.

Y recuerdo también que al final de la novela de Hamsum, el desdichado Widel-Jarlsberg sale huyéndole al hambre en un barco que se va a buscar carbón a Cádiz.

Armando Valdés-Zamora
París

Ilustración: “Hambre” de Lino Enea Spilimbergo.


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