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De todas formas la nieve

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Hace años cumplo en dos momentos del día con la repetición de la misma pregunta: Entonces, ¿qué hago aquí? Al acostarme y mirar al techo del cuarto. Al despertarme y mirar al techo del cuarto. He colgado en el techo unas estrellas que forman la Osa Polar. Que son mi Osa Polar. Cada cual tiene derecho a elegir sus estrellas, ¿no?

Entre las estrellas y la nieve siempre imaginé al mundo. Las estrellas, lo único que poseía al mirar al cielo que me creía universal, en medio de las noches calurosas de Cuba. Mirar al cielo debe ser como mirar a los ojos de otra persona que lo contempla desde algún lugar más allá del agua, me decía entonces. Tocar la nieve, la prueba de la fuga, como la foto de la tumba de Borges en el cementerio de Ginebra que me enviara un suizo que conocí tirado en la arena de la playa de Guanabo.

Desde que quise conocer la nieve me di cuenta que me iría. En alguna edad no bastaron ya las estrellas para olvidar mi rabia prohibida. No sólo me iría de la isla, sino también de París. París la nueva patria nevada y solitaria, agotadora y enfermiza, con leales compensaciones. (Están ahí las compensaciones, con sólo estirar las manos hacia el cielo). Pero una patria verdadera, o lo que es lo mismo, adoptiva. Nadie me conoce aquí. Ni comentan como me visto ni de dónde vienen mi acento y mis modales. He logrado la más difícil de mis aspiraciones insulares; vivir solo en una ciudad donde soy invisible y hasta fracasar es hermoso.

Además, quién va a criticarle a uno la malcriadez disfrazada de nostalgia de repetir cuando menos se espera: “Extraño mi casa, quiero decir… París”. Aunque esté frente al mar o bajo la sombra de las nalgas de G. que me habla de cuándo llegará al fin la luz de la primavera por estas alturas del mapa.

(Al fin una buena noticia sobre mis relaciones con la nieve: nunca tuve, por suerte, una novia francesa a la que gustara esquiar. Nunca. Todas han sido entusiastas playeras, o casi…)

Viví en Grenoble, la ciudad más fría de Francia, a unos pasos de la casa de familia de Stendhal. Peor aún: viví un invierno en Grenoble. Encerrado, en una casa a oscuras y sin calefacción. Esperando a un hijo. O más bien, la noticia de la llegada de un hijo que, al final, nacería el mismo día que Stendhal: un 23 de enero.

Dormía con ropa, con mucha ropa y guantes y bufanda. Dejaba en el balcón un litro de leche abierto para desayunar temprano aunque estuviera congelado. Me quedaba una reserva de gas para hacer el café. Al asomarme al balcón, envuelto en mantas como un peregrino medieval, veía en el horizonte la sombra nívea de las montañas.

A veces hasta llamaba por teléfono a alguien, repetía: No se preocupen, sobrevivo, y las clases que doy no parecen aburridas, y una muchacha llamada Leila me lleva a pasear de vez en cuando. La ciudad tiene una multitud de minúsculas plazas italianas.

Me alumbraba en la noche con una linterna, cuando la luz de un lampadario que se proyectaba desde la redacción del Dauphiné Libéré, el periódico local, me agotaba la vista. Leía Stendhal, sus memorias, Vie de Henry Brulard. Stendhal escribe y dibuja con trazos de niño, la adoraba casa de su abuelo, y una ciudad que él aborrecía hasta el punto de estudiar matemáticas durante todo un año para poder huir del padre a París.

Me iba a clases por las mañanas, puntualmente, en un tranvía. Atravesaba Grenoble donde ningún transeúnte suponía quién era, quizás porque daban la eterna impresión de estar adormecidos, y sólo se movían de sus monotonías al sonido del chiflido del tren.

Yo sólo tenía allí noticias de aquel lugar por los remordimientos de Stendhal a la prematura muerte de su madre, y la fealdad acomplejada de su rostro que no le impidiera sumar una lista interminable de mujeres conquistadas.

Seguía con la vista los raíles que zigzagueaban sobre el asfalto y la hierba hasta doblar a la derecha y llegar temprano a un lugar con nombre de valle acogedor: Saint Martin d’Heres. La universidad, como casi todo allí, se llamaba Stendhal.

Como un fugitivo que se sabía de paso, evitaba hablar con quienes cruzaba en los pasillos al entrar o salir a dar mis clases de traducción. La visión de las montañas a través de los ventanales, lejos de sosegarme, me hacía pensar en el horario de los trenes que me llevarían de vuelta a París.

(Por primera vez en mi vida de exilado Cuba no era la ausencia maldecida).

Un anochecer, al salir de un aula de la planta baja, una estudiante llamada Leila me propuso acompañarme a conocer la ciudad. Quería ser institutriz, Leila, irse de allí, aunque amara las montañas, para estudiar en Bretaña. Parecía delgada y ligera bajo la nieve, y de tanto caminar decidimos pararnos, el día de nuestro primer paseo, a beber cerveza en una taberna no lejos de la plaza Grenette.

Me habló del barrio italiano, Leila. Yo le recordé que Grenoble alguna vez perteneció a Italia, como Niza. Que quizás por esa razón fue más fácil para Stendhal ir y venir sin remordimientos de París a Italia, hasta su muerte. No la llevé, claro, a la casa sin electricidad y helada donde me refugiaba, y no recuerdo ahora el pretexto para evitar mostrarle en qué condiciones pasaba el invierno su profesor de español.

El tren de Lyon a Grenoble se detuvo aquella noche sin avisar a los pasajeros lo que sucedía. Por el teléfono entró un mensaje que quiero pensar fue el responsable del estatismo del tren bajo la nevada: Joaquim había nacido hacía unos minutos, y yo corría gritando sobre los raíles congelados para volver a París, para ir a besar a Joaquim a Fontainebleau.

Otro invierno, y no lejos del Palais Royal, una placa de bronce apaciguó mi abulia: “Aquí Stendhal escribió El Rojo y el Negro, decía. Con una suerte que considero insólita, yo había podido al final consultar algunos manuscritos del escritor en la biblioteca municipal de la ciudad natal que tanto aborreciera. Llegué, tratando de cerrar un paraguas que me mojaba las manos, explicando que era profesor y no sé cuántas cosas más. A la tercera vez me dejaron acercarme a aquellas notas de todas formas indescifrables.

La nieve no deja pensar si se está a la intemperie Por eso la madrugada que descubrí la placa, seguí caminando hasta el apartamento de prestado que ocupaba entonces en la calle Richelieu. Como este anochecer en que han sido suspendidas las clases en la universidad en las afueras de París donde trabajo ahora, porque nadie ha venido a causa de la nieve, y es más temprano que de costumbre cuando vuelvo a casa.

Me acuesto. Miro en el techo a las estrellas y a mi lado una de mis plantas sacada del balcón para evitar que muera por la nevada. Al poner el despertador no puedo impedirme de mirar un momento qué tiempo anuncian para mañana. 23 de marzo, dice el calendario. Otro aniversario festivo de mi llegada de Cuba.

Tengo algunas dudas, por eso me pongo a buscar desnudo por el salón mi ejemplar garabateado de las memorias de Stendhal que leyera escondido allá en Grenoble. En la página 445 de Vie de Henry Brulard, encuentro lo que busco: Henri Beyle murió de apoplejía, en París, no lejos de donde escribiera El Rojo y el Negro, a las 2 de la madrugada de un 23 de marzo.

Como en el cielo de París raramente se ven en invierno las estrellas, corro la cortina y veo caer la nieve sobre los tejados, haciéndome de otra manera la misma pregunta de siempre: Entonces, ¿qué hago aquí? No creo que al mirar la nieve uno pueda imaginar con esperanzas la sensación de estar compartiendo con alguien el mismo paisaje, que cuando miramos las estrellas en el cielo.

Armando Valdés-Zamora
París


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